miércoles, 26 de abril de 2017

«CABEZA RAPADA» DE FERNÁNDEZ SANTOS: UN CUENTO REALISTA DE LOS CINCUENTA

Como muestra del realismo social estudiado en clase, os dejo este estupendo cuento de Jesús Fernández Santos, «Cabeza rapada», aparecido en 1958. Es un claro ejemplo de esta tendencia literaria en cuanto a la temática (miseria, soledad, dolor, muerte), el tipo de personajes (dos muchachos desvalidos: uno enfermo y otro que se compadece de él), la ambientación en un mundo mezquino y triste, el narrador elegido (en esta ocasión, un narrador testigo), el estilo sobrio y expresivo y la intención crítica.



CABEZA RAPADA
Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.

Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.

-¿Te duele? -le pregunté.

Y contestó:

-Un poco -hablando como con gran trabajo.

-Podemos estar un poco más, si quieres.

Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.

El chico volvió a quejarse.

-¿Te duele ahora?

-Aquí, un poco…

Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.

-No te apures; ya pasará como ayer.

-¿Y si no pasa?

-¿Te duele mucho?

El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.

-Ese chico no está bueno…

-¡Qué va! No es más que frío…

El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.

-No está bueno…

Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.

-Va a coger una pulmonía, ahí sentado.

Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.

-Vamos -dije-; vámonos.

Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.

Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía:

-¡Que no es nada, hombre!

Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del otro:

-¡Le debía ver un médico!

-¡Ya lo vio ayer!

Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abrí una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.

Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.

El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.

-¿Es hermano tuyo?

-No.

Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía.

Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”

Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.

-Con el calor se te quita.

Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de fichas sobre el mármol.

Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.

En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando el él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.

-No llores -le dije.

-Me voy a morir.

-No te vas a morir, no te mueres…

martes, 25 de abril de 2017

LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA

Libro de Josefina R. Aldecoa
sobre los autores de esta generación
El escritor Jesús Fernández Santos recordaba en este artículo de El País de 1984 (que rescato parcialmente), las experiencias generacionales (ambientes, profesores, revistas, editoriales, premios literarios, lecturas de autores extranjeros, ...) qué él y otros jóvenes escritores (Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite,...) compartieron en el Madrid de los años cincuenta. Todos ellos formaron la «Generación del 50» o la de «los niños de la guerra» como la bautizó Josefina R. Aldecoa (y no fue exclusivamente de novelistas, aunque aquí nos centremos en ellos). Nacidos entre 1925 y 1930, en familias burguesas, vivieron la Guerra Civil siendo unos niños,  entraron en la universidad en los años cuarenta, fueron amigos, admiraron a los autores de la generación del 98 (por su amor a España y por su visión preocupada de sus problemas), descubrieron juntos la literatura extranjera (los existencialistas franceses, los neorrealistas italianos, la generación perdida estadounidense,...) en esos años difíciles y a mediados de los cincuenta  publicaron sus primeras obras. Son la promoción de novelistas que inician el realismo social en nuestra literatura.

LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA

Allá por los años cincuenta coincidimos en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca; Carmen Martín Gaite; Sánchez Ferlosio, que llegaba, si no recuerdo mal, de intentar el ingreso en Arquitectura, y Alfonso Sastre, entre otros. La universidad de entonces, como es fácil de imaginar, se parecía poco a la de ahora. Aún cursaban estudios promociones anteriores a la guerra. Se hablaba poco de política, y aunque la había, no se hacía notar demasiado. Lo que para nosotros supuso intentamos valorarlo Ignacio y yo en largas, vagas y bizantinas charlas. La verdad es que allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras obras, que por entonces intentábamos poner en pie, sí al menos en nuestro afán por conseguir un puesto en la literatura del país, que tan ajeno parecía.

En lo que siempre estuvimos de acuerdo fue en que sin pasar por ella, sin poner en marcha aquel teatro que fundamos, sin aquellas primeras lecturas, aquellas vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores, de Emilio García Gómez, Manuel Terán o Santiago Montero Díaz o Rafael Lapesa, no seríamos lo que fuimos luego.

Estudiábamos mal, sin verdadero interés. Cierto día, y con gran esfuerzo por mi parte, dejé la facultad. Sólo al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos de nuevo en el café Gijón. Por entonces, Antonio Rodríguez Moñino acababa de sacar a la luz Revista Española, y allí acabamos colaborando todos. Tal empeño duró poco, como era de rigor entonces, pero sirvió para dar cierta unidad a nuestra generación. Era la época de la aparición de nuestros primeros libros, cuando los editores se resistían a publicar novelas de autores jóvenes españoles, hasta que al fin se decidieron, arropándolos con el complicado mecanismo de los premios. Por entonces también comenzó a hablarse de lo que algunos se empeñaron en llamar realismo social, y otros, más vagamente, realismo objetivo. Cualquier palabra poco usual arrastraba tras de sí la etiqueta de tremendismo, y todo personaje de baja condición se suponía que escondía un peligroso mensaje entre líneas. Por entonces, Goytisolo se marchaba a París, y en España se comenzaba a hablar de Hemingway y Faulkner. Azorín escribía sobre cine, y Pío Baroja vivía envuelto en su manta, recibiendo visitas a solas, pensando quizá en aquel último y definitivo paseo al cementerio civil donde reposa.

Ser joven era un grave problema. Suponía sobre todo esperar, cuestión que sólo el tiempo era capaz de solventar y que nosotros tratábamos de olvidar a nuestro modo: con charlas de café, vagabundeo por Madrid al anochecer y recalada final en la casa de Ignacio Aldecoa.

jueves, 20 de abril de 2017

EDUARDO MENDOZA, PREMIO CERVANTES

Como homenaje a Eduardo Mendoza, que hoy ha recibido el Premio Cervantes, y como invitación a la lectura de sus novelas, os dejo aquí los comienzos de las cuatro primeras obras que publicó. Eduardo Mendoza es uno de sus autores que cautivan siempre a los lectores por su arte para narrar, por su estilo agudo y sutil  y por su capacidad para el humor y la ironía.
Su primera obra, La verdad sobre el caso Savolta, supuso en 1975 el comienzo de una nueva forma de abordar la novela, después de los experimentos de los años anteriores, caracterizada por el gusto por la narración de historias. Las dos siguientes, El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, parodias del género policiaco, tienen como protagonista a un loco detective que vive aventuras desternillantes y que están contadas con un estilo que atrapa al lector desde las primeras líneas. La ciudad de los prodigios es una de sus novelas más importantes y recrea la vida en la Barcelona de los años que median entre las dos exposiciones universales que vivió la ciudad (1888-1929), entre la prosperidad y la corrupción, a través de la vida de Onofre Bouvila, un buscavidas que acaba codeándose con la alta sociedad catalana de la época.


El autor del presente artículo y de los que seguirán se ha impuesto la tarea de desvelar en forma concisa y asequible a las mentes sencillas de los trabajadores, aun los más iletrados, aquellos hechos que, por haber sido presentados al conocimiento del público en forma oscura y difusa, tras el camouflage de la retórica y la profusión de cifras más propias al entendimiento y comprensión del docto que del lector ávido de verdades claras y no de entresijos aritméticos, permanecen todavía ignorados de las masas trabajadoras que son, no obstante, sus víctimas más principales. Porque solo cuando las verdades resplandezcan y los más iletrados tengan acceso a ellas, habremos alcanzado en España el lugar que nos corresponde en el concierto de las naciones civilizadas, a cuyo progreso y ponderado nivel nos han elevado las garantías constitucionales, la libertad de prensa y el sufragio universal. Y es en estos momentos en que nuestra querida patria emerge de las oscuras tinieblas medievales y escala las arduas cimas del desarrollo moderno cuando se hacen intolerables a las buenas conciencias los métodos oscurantistas, abusivos y criminales que sumen a los ciudadanos en la desesperanza, el pavor y la vergüenza. Por ello no dejaré pasar la ocasión de denunciar con objetividad y desapasionamiento, pero con firmeza y verismo, la conducta incalificable y canallesca de cierto sector de nuestra historia; concretamente, de cierta empresa de renombre internacional que, lejos de ser semilla de los tiempos nuevos y colmena donde se forja el porvenir en el trabajo, el orden y la justicia, es tierra de cultivo para rufianes y caciques, los cuales, no contentos con explotar a los obreros por los medios más inhumanos e insólitos, rebajan su dignidad y los convierten en atemorizados títeres de sus caprichos tiránicos y feudales.


Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos. Pero sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo. Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y, para qué negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones. Por eso no me importó que el doctor Chulferga, si tal era su nombre, pues nunca lo había visto escrito y soy duro de oído, me hiciera señas de que abandonara el terreno de juego y me reuniera con él allende la línea de demarcación para no sé qué decirme. El doctor Chulferga era joven, bajito y cuadrado de cuerpo y se tocaba con una barba tan espesa como el cristal de sus gafas color de caramelo. Hacía poco que había llegado de Sudamérica y ya nadie le quería bien. Le saludé con una deferencia conducente a disimular mi turbación.

—El doctor Sugrañes —dijo— quiere verte.

Y respondí yo para hacer la pelota:

—Será un placer —añadiendo acto seguido en vista de que la precedente aseveración no le arrancaba una sonrisa—, si bien es verdad que el ejercicio tonifica nuestro alterado sistema.




—Señores pasajeros, en nombre del comandante Flippo, que, por cierto, se reincorpora hoy al servicio tras su reciente operación de cataratas, les damos la bienvenida a bordo del vuelo 404 con destino Madrid y les deseamos un feliz viaje. La duración aproximada del vuelo será de cincuenta minutos y volaremos a una altitud etcétera, etcétera.

Más avezados que yo, los escasos pasajeros que a esa hora hacían uso del Puente Aéreo se abrocharon los cinturones de seguridad y se guardaron detrás de la oreja las colillas de los pitillos que acababan de extinguir. Retumbaron los motores y el avión empezó a caminar con un inquietante bamboleo que me hizo pensar que si así se movía en tierra, qué no haría por los aires de España. Miré a través de la ventanilla para ver si por un milagro del cielo ya estábamos en Madrid, pero sólo distinguí la figura borrosa de la terminal de El Prat que reculaba en la oscuridad y no pude por menos de preguntarme lo que tal vez algún ávido lector se esté preguntando ya, esto es, qué hacía un perdulario como yo en el Puente Aéreo, qué razones me llevaban a la capital del reino y por qué describo tan circunstanciadamente este gólgota al que a diario se someten miles de españoles. Y a ello responderé diciendo que precisamente en Madrid dio comienzo una de las aventuras más peligrosas, enrevesadas y, para quien de este relato sepa extraer provecho, edificantes de mi azarosa vida. Aunque decir que todo empezó en un avión sería faltar a la verdad, pues los acontecimientos habían empezado a discurrir la noche anterior, fecha a la que, por mor del rigor cronológico, debo remontar el inicio de mis desasosiegos.



 El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad.