miércoles, 30 de abril de 2014

ORACIONES SUBORDINADAS ADJETIVAS

Las oraciones subordinadas adjetivas equivalen a un adjetivo y desempeñan en la oración compleja las mismas funciones sintácticas que el sintagma adjetival en la oración simple: adyacente o complemento del nombre, atributo y complemento predicativo. Todas las subordinadas adjetivas pueden sustituirse por un adjetivo.
Se diferencian dos tipos de subordinadas adjetivas: las de relativo y las de participio. Las subordinadas adjetivas de relativo están introducidas por pronombres relativos (que, cual, cuales, quien, quienes, cuanto y sus variantes), determinativos relativos (cuyo, cuya, cuyos, cuyas, y cuanto y sus variantes) y adverbios relativos (cuando, donde, como) y desempeñan siempre la función de adyacente o complemento del nombre. Los relativos hacen referencia a un sustantivo de la oración compleja que ha aparecido antes y desempeñan en la oración subordinada dos funciones sintácticas (nexo subordinante y la función que le corresponde en la subordinada según la clase de palabra que es). Cuando falta el sustantivo antecedente, estas oraciones dejan de tener naturaleza adjetiva y pasan a sustantivarse o adverbializarse. Igual que los adjetivos, las oraciones subordinadas adjetivas de relativo pueden ser, según su significado, especificativas y explicativas.
Las oraciones subordinadas adjetivas de participio no llevan ningún tipo de nexo y su núcleo verbal es un participio que concuerda en género y número con el sustantivo al que se refiere, bien directamente (haciendo la función de adyacente) o bien a través de un verbo copulativo (realizando la función de atributo) o de un verbo predicativo (haciendo la función de complemento predicativo).




jueves, 24 de abril de 2014

IDEARIO DE DELIBES

Miguel Delibes (segundo por la izquierda)
en el día que leyó su discurso de ingreso en la RAE
Miguel Delibes fue elegido miembro de la Real Academia Española en 1973 y tomó posesión de la silla e en 1975 con la lectura de su discurso titulado "El sentido del progreso desde mi obra". En este discurso apreciamos la actitud del intelectual comprometido y sensible que siempre mantuvo en su obra literaria y vemos cómo desde muy temprano sintonizó con las ideas que alertaban acerca de los riesgos que entrañaba un desarrollismo económico y tecnológico sin  control ninguno.

En la primera parte de ese discurso, titulada "Mi credo", expone claramente la visión crítica de la realidad que sostiene en sus novelas, desde "El camino" (1950) hasta "Parábola de un náufrago" (1969) y que será la base de su posterior producción. Delibes defiende una vuelta a la Naturaleza y rechaza la vida cada vez más mecanizada y artificial. Desdeña a quienes tildan su actitud de reaccionaria y reivindica por encima de todo los valores humanistas y la necesidad de encontrar el punto de armonía con la Naturaleza.

MI CREDO
Cuando escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional.

Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la organización -quintaesencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido.

De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquélla, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base.

Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de una manera racional y ordenada.

Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

Esto es, quizá, lo que yo intuía vagamente al escribir mi novela El camino en 1949, cuando Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse a una sociedad despersonalizada, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuición, cuyos principios, auténticamente revolucionarios, fueron luego formulados por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.

He aquí mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace muchos años. Pero, a la vista de estos postulados, ¿es serio afirmar que la actual orientación del progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica.

El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización político-social continúa anclado en una ardua disyuntiva: la explotación del hombre por el hombre o la anulación del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden en política, la experimentación constituye un privilegio más de los fuertes. Perfil semejante, aún más negativo, nos ofrece el tan cacareado progreso económico y tecnológico. El hombre, arrullado en su comfortabilidad, apenas se preocupa del entorno.

La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para refinar sus propios compartimientos?

He aquí la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco más aspiran mis palabras-, ¿no sería progresar el admitirlo y aprontar los oportunos remedios para evitarlo?

El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso.

Así, quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades llamadas civilizadas.

viernes, 18 de abril de 2014

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, UNA INVITACIÓN A LA LECTURA

La muerte de Gabriel García Márquez el pasado 17 de abril ha dado paso a innumerables homenajes populares e institucionales, a miles de páginas en la prensa que nos recuerdan su vida y su obra, a múltiples iniciativas que animan a leer al autor en lengua castellana más universal del siglo XX. En esta misma línea os animo a leer cualquiera de sus novelas o cuentos o reportajes periodísticos. En esta ocasión os propongo los comienzos de tres de sus magistrales novelas que os despertarán el amor por la lectura. García Márquez es, sin ninguna duda, uno de esos autores que nos acompañará por siempre a los lectores porque, como dijo el crítico Rafael Conte, es  el escritor que nos ha hecho "más felices en estos tiempos tan infelices que nos ha tocado habitar".


El coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aún para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como esa, durante cincuenta y seis años —desde cuando terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó a para recibir la taza.
—Y tú —dijo.
—Ya tomé —mintió el coronel—. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
—Nació en 1922 —dijo—. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril.



muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.



El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte. 
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la medianoche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato, porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.

jueves, 10 de abril de 2014

"EL JARAMA", UNA NOVELA OBJETIVISTA


"El Jarama" de Rafael Sánchez Ferlosio es la mejor plasmación de la técnica objetivista de la década de los años cincuenta del siglo XX: el narrador se limita a registrar los hechos como si de una cámara cinematográfica se tratara, sin valorarlos ni comentarlos en ningún momento. Es un relato simultáneo y objetivo, en tercera persona, cuya acción transcurre durante dieciséis horas. La obra narra la excursión de unos jóvenes al río Jarama a través de las conversaciones que mantienen dos grupos de personas: los jóvenes excursionistas, que proceden de un barrio obrero de Madrid, y los adultos que se reúnen en un merendero próximo al río. La trivialidad de los diálogos, en los que se reproduce con absoluta fidelidad el habla coloquial de la época, y lo insustancial de los hechos narrados (salvo un triste incidente al final) hacen aflorar ante el lector la falta de sueños, de aspiraciones y de ilusión de ambas generaciones. Esta superficialidad e intrascendencia de las acciones y los diálogos contrasta con la autenticidad y superioridad de la naturaleza.
Muchos son los valores artísticos de esta novela ganadora de los premios Nadal (1955) y de la Crítica (1956): el profundo conocimiento de la realidad física donde se desarrolla la acción y del espíritu de los personajes que aparecen en la novela; la reproducción magistral del diálogo, como si fuera la transcripción de una grabación magnetofónica; la fuerza poética de su estilo,... Marcó un hito dentro de la novela española de posguerra y a pesar de ser una novela objetivista es, para algunos críticos como Sanz Villanueva, "la novela más política que quizás se haya publicado en nuestra historia reciente", pues sin defender una opción política y social concreta acierta a mostrar metafóricamente "el estrangulamiento vital de la España del medio siglo", en palabras de Jordi Gracia.
La novela, de la que Sánchez Ferlosio ha renegado muchas veces por la cantidad de interpretaciones simbólicas que han hecho lectores y críticos, es, según el propio autor, el ejercicio de "su sola afición, libre interés o propia espontánea curiosidad", de alguien "que no se tiene a sí mismo por profesional de nada". Esta declaración nos muestra la actitud libre y personal de un autor que no desea ser clasificado con etiquetas simplistas y que no se encuentra a gusto en las clasificaciones de críticos y estudiosos.
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Os dejo la presentación de la novela realista de los años cincuenta en la que se inscribe "El Jarama".