Valgan estas reflexiones del profesor Nuccio Ordine, recogidas en su ensayo La utilidad de lo inútil, para despedir este año 2023 y dar la bienvenida al 2024. Estas palabras pertenecen a la introducción del libro, que el autor calificó como manifiesto, puesto que muestra en él la reivindicación de la cultura y el saber frente a aquellos que los desacreditan o los persiguen. La obra sirve también para dar sentido a nuestro tiempo desnortado y en crisis y para defender el trabajo de los que nos dedicamos a la educación, tantas veces menospreciado.
Feliz 2024 a todos los lectores del blog.
Solo
el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en
común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un
alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne
dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo
tiempo, quien da y quien recibe.
Ciertamente
no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo oeconomicus, la utilidad de lo
inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios
se nos venden como útiles e indispensables?). Es doloroso ver a los seres
humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu,
entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar
en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas
en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político
impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una
insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo
aquello que los rodea —la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos — no
despierta ningún interés. La mirada fija en el objetivo a alcanzar no permite
ya entender la alegría de los pequeños gestos cotidianos ni descubrir la
belleza que palpita en nuestras vidas: en una puesta de sol, un cielo
estrellado, la ternura de un beso, la eclosión de una flor, el vuelo de una mariposa,
la sonrisa de un niño. Porque, a menudo, la grandeza se percibe mejor en las
cosas más simples.
«Si
no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se
comprende el arte», ha observado con razón Eugène Ionesco. Y no por azar,
muchos años antes, Kakuzo Okakura, al describir el ritual del té, había
reconocido en el placer de un hombre cogiendo una flor para, regalarla a su amada
el momento preciso en el que la especie humana se había elevado por encima de
los animales: «Al percibir la sutil utilidad de lo inútil —refiere el escritor
japonés en El libro del té—, [el
hombre] entra en el reino del arte». De una sola vez, un lujo doble: la flor
(el objeto) y el acto de cogerla (el gesto) representan ambos lo inútil,
poniendo en cuestión lo necesario y el beneficio.
Los
verdaderos poetas saben bien que la poesía sólo puede cultivarse lejos del
cálculo y la prisa: «Ser artista —confiesa Rainer María Rilke en un pasaje de
las Cartas a un joven poeta— quiere
decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia a su savia,
y se yergue confiado en las tormentas de primavera, sin miedo a que detrás
pudiera no venir el verano». Los versos no se someten a la lógica de la
precipitación y lo útil. Al contrario, a veces, como sugiere el Cyrano de
Edmond Rostand en las frases finales de la pièce,
lo inútil es necesario para hacer que cualquier cosa sea más bella:
¿Qué
decís? ¿Que es inútil? Ya lo daba por hecho.
Pero
nadie se bate para sacar provecho.
No,
lo noble, lo hermoso es batirse por nada.
Tenemos necesidad de lo inútil como tenemos
necesidad, para vivir, de las funciones vitales esenciales. «La poesía —nos
recuerda una vez más Ionesco—, la necesidad de imaginar, de crear es tan
fundamental como lo es respirar. Respirar es vivir y no evadir la vida». Esta
respiración, como evidencia Pietro Barcellona, expresa «el excedente de la vida
respecto de la vida misma», transformándose en «energía que circula de forma
invisible y que va más allá de la vida, aun siendo inmanente a ella». En los
pliegues de las actividades consideradas superfluas, en efecto, podemos percibir
los estímulos para pensar un mundo mejor, para cultivar la utopía de poder
disminuir, si no eliminar, las injusticias generalizadas y las dolorosas
desigualdades que pesan (o deberían pesar) como una losa sobre nuestras
conciencias. Sobre todo en los momentos de crisis económica, cuando las
tentaciones del utilitarismo y del más siniestro egoísmo parecen ser la única
estrella y la única ancla de salvación, es necesario entender que las
actividades que no sirven para nada podrían ayudarnos a escapar de la prisión,
a salvarnos de la asfixia, a transformar una vida plana, una no-vida, en una
vida fluida y dinámica, una vida orientada por la curiositas respecto al
espíritu y las cosas humanas.
Si
el biofísico y filósofo Pierre Lecomte du Noüy nos ha invitado a reflexionar
sobre el hecho de que «en la escala de los seres, sólo el hombre realiza actos
inútiles», dos psicoterapeutas (Miguel Benasayag y Gérard Schmit) nos sugieren
que «la utilidad de lo inútil es la utilidad de la vida, de la creación, del
amor, del deseo», porque «lo inútil produce lo que nos resulta más útil; es lo
que se crea sin atajos, sin ganar tiempo, al margen del espejismo forjado por
la sociedad». Este es el motivo por el que Mario Vargas Llosa, con ocasión de
la entrega del premio Nobel de 2010, manifestó acertadamente que un «mundo sin
literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de
autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la
capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la
arcilla de nuestros sueños».
Y
quién sabe si a través de las palabras de Mrs. Erlynne —«En la vida moderna lo
superfluo lo es todo»— Oscar Wilde (acordándose probablemente de un célebre
verso de Voltaire: «le superflu, chose très necéssaire» [«lo superfluo, cosa muy
necesaria»]) no quiso aludir precisamente a la superfluidad de su mismo oficio de escritor. A aquel «algo más» que
—lejos de connotar, en sentido negativo, una «superfetación» o una cosa
«superabundante»— expresa, por el contrario, lo que excede de lo necesario, lo
que no es indispensable, lo que rebasa lo esencial. En suma, lo que coincide
con la idea vital de un flujo que se renueva continuamente (fluere) y también —como había señalado
ya algunos años antes en el prefacio de El
retrato de Dorian Gray: «Todo arte es completamente inútil»— con la noción
misma de inutilidad.