martes, 27 de febrero de 2018

«LA TABERNA FANTÁSTICA» DE ALFONSO SASTRE

La taberna fantástica es una tragedia compleja de Alfonso Sastre escrita en 1966 y representada por primera vez en 1985. En ella busca combinar la tragedia aristotélica y su intención catártica con el esperpento de Valle-Inclán (con personajes deformados hasta lo grotesco) y con el teatro épico de Brecht (con la aparición de recursos de distanciamiento como la aparición del autor-narrador o la inclusión de un sueño en el intermedio entre las dos partes de la obra). Es un nuevo concepto del género que muestra acertadamente el afán experimental del teatro del autor y que no olvida en ningún momento el propósito crítico y social que define toda su dramaturgia.
En La taberna fantástica asistimos a las últimas horas de vida de Rogelio, el Rojo, un quinquillero (o quincallero o quinqui), fugado de la justicia, que acude al entierro de su madre y recala unas horas en la taberna de Luis El gato negro, en donde se juntan varios conocidos de baja extracción social. Entre abundante alcohol, los personajes van contando sus destartaladas vidas. En este fragmento del comienzo de la parte segunda, Rogelio, un personaje de tragedia que ya tiene poco que ver con el del teatro clásico,  nos relata su vida «de novela» o «de película» con una lengua muy expresiva salpicada de vulgarismos, coloquialismos y argot del mundo de los delincuentes.
[En la versión teatral dirigida por Gerardo Malla y protagonizada por Rafael Álvarez El Brujo, que se recoge debajo del texto, puede seguirse esta escena a partir del minuto 1:08:37.]

Escena: es ya de noche. Luz eléctrica, amarilla. Oscuro exterior, debido al deficientísimo alumbrado público. El CACO está en su mesita de siempre, inmóvil y en silencio. Tiene una botella de vino delante y parece un ausente. ROGELIO está muy borracho, contando su vida a LUIS, PACO y el CARBURO.
ROGELIO.– Lo mío es una novela.
PACO.– Vale. (Como diciendo: «Sigue».)
ROGELIO.– Mi vida es una novela, digo yo, y se lo demuestro a quien se ponga.
PACO.– (Poco imaginativo.) Vale, vale.
ROGELIO.– Empezando porque no sé ni hacer la O con un canuto y que, sin embargo, sé más que muchos; y que si no sé juntar las letras (porque ni Dios me ha enseñado a ello ni he pisado una escuela en toda mi puta vida), en su lugar me conozco el rollo de la vida como nadie; y acabando porque ahora ando de najas por la muerte de un jundo, el cual por mi padre que no tengo ni idea sino que creo que se habrán confundido o si será por esta maldición nuestra de lo que dicen de que somos quinquilleros, lo cual quiere decir quincalleros, o sea, de los que vendían la quincalla por esos pueblos, sólo que ahora nos dedicamos más que nada a arreglo de cacharros y a paragüeros y a las sillas, que es lo que suele hacer el mujerío... ¿Dónde estoy?
PACO.– (Solícito y despistado.) En El Gato Negro, casa Luis.
ROGELIO.– ¡Qué burro! Hombre, Paco, una cosa es que esté uno con la copa, que no lo niego, y otra muy distinta que estuviéramos majaras y que perdiera uno, vamos al decir, las nociones de la vida. Digo que dónde estoy del cuento: ¡que por dónde iba!
PACO.– (Que también está bastante bebido.) ¡Ah! Eso sí que no sé.
LUIS.– (Harto.) ¡Que tu vida es una novela, hombre!
ROGELIO.– (Cogiendo bruscamente el hilo, exclama:) ¡Pero que una novela! ¡No es decir que si tal o que si cual! ¡No! ¡Una novela! O sea, una película. Pero una película con su acto y su entreacto y su sainete, ¡y todo! ¡A ver, mis padres iban con su carro valenciano precioso de aquí para allá por Segovia y por El Escorial y yo, a ver, una criatura, pues yo, sin despreciar a nadie, yo... el rey del mundo! ¡Tiempos pasados que ya no volverán! (Llora silenciosamente.)
PACO.– Pero, hombre, Rojo. Ten entereza.
ROGELIO.– ¡Si es que me acuerdo! ¡Qué quieres! ¡Si es que me acuerdo de cosas que..., que, vamos, que son cosas de la vida!
PACO.– Tranquilízate, hombre.
ROGELIO.– Hasta que de pronto vino, claro, la decadencia; que fue cuando lo de mi padre, que por cierto que le pegaron delante mía y de mi mama (Sic: sin acento) porque si habían matado o no habían matado a una estanquera no sé si en Colmenar de Oreja; así, que se lo llevaron al estaribel porque el hombre acabó diciendo que había matado, no sé, a la estanquera y a su propio padre; sólo que luego se descubrió que había sido una cuñada la que le pegó el hachazo a la muerta y fueron y soltaron a mi padre, pero eso cuando ya se había chupado siete años en el Puerto de Santa María. En fin, ¡cosas de la vida! En el entretanto mi mama (Sic: sin acento) me había prestado a una tía mía de Ávila que me dedicó, no se me caen los anillos por decírvoslo ahora, a méndigo (Sic: con acento), y que me las hizo pasar canutas de hambre y de miseria; ¡que todavía la recuerdo a la tía, así, dentona como era! (Muestra los dientes superiores.) ¡Que tenía más dientes que una banda de
conejos, la tía cabrona! (Vengativo.)
PACO.– (Ríe.) ¡Tú siempre con tus cosas!
ROGELIO.– Además era bruja; ¡lo era y no es que yo lo diga!, porque también hacía yerbas y remedios, además de poner el cazo en la cuestión de romerías y así; y lo peor, que yo recuerde, es lo que hacía con el niño de una soltera, que se lo habían entregado: una criaturita como aquel que se dice recién nacida, pobre.
PACO.– ¿Y qué hacía, tú?
ROGELIO.– Pues nada, que le ponía así como un ciempiés –que es un bicho– en un ojo y se lo tapaba con media cáscara de nuez, y luego la tía le vendaba el ojo, ¡y el niño berreaba, claro!, y ella diciendo que la criatura tenía los sacais malitos y que necesitaba pastora (gesto de dinero con los dedos) para la medicina; y así en las ferias, ¡pues claro!, ¡venga de recaudar!; que luego por cierto a nosotros ni nos daba de comer –aunque claro está que nosotros comíamos del guinde–, y ella se gastaba la mayoría de la pasta en sus buenas copas de cazalla y botellines. Menos mal que murió de mala forma (que la ahorcaron), pero ése es otro cuento; el caso es que yo me escapé. Total, una película.

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