viernes, 2 de febrero de 2018

DON QUIJOTE Y LA EDAD DE ORO

 Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia.


En el capítulo XI de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes leemos el discurso que don Quijote da a los cabreros sobre la edad de oro. En él desarrolla el tópico clásico y expone unos ideales que contrastan con la realidad de su tiempo. Se basa en las mismas ideas que el poeta latino Ovidio recogió en las Metemorfosis, dentro del fenómeno de recuperación de tópicos clásicos de los humanistas del Renacimiento. 
En el discurso alaba el hecho de que en esa edad no hubiera propiedad privada y todo fuera común, también que la tierra proporcionara de forma espontánea alimento y bebida a los seres humanos, e igualmente que las gentes convivieran pacifícamente. Concede un gran valor también a la naturaleza como modelo, tanto moral como estético. Estos ideales contrastan claramente con la situación de injusticia que era moneda corriente en la España de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII.
Pero este discurso de un hombre que se cree caballero andante en esa época tiene como receptores a unos cabreros y al propio Sancho Panza, que nada entienden de todo lo dicho. El propio autor dirá irónicamente a continuación del discurso «que se pudiera muy bien excusar».
Una vez más Cervantes sabe mostrar  una actitud irónica sobre la utopía de un hombre fuera de su tiempo, a la vez que la propone como contrapunto a la difícil realidad española de su momento. En definitiva, el autor barroco mira con escepticismo aquellos ideales renacentistas en los que creyó en su juventud, tanto mejores que la realidad que le tocó vivir. 

Ilustración de Gustave Doré
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogisteis y regalasteis, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

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