viernes, 14 de diciembre de 2012

EL GRUPO SURREALISTA VISTO POR BUÑUEL

Fotograma de Un chien andalou
Luis Buñuel nos contó en sus memorias (Mi último suspiro) su ingreso y militancia en el grupo surrealista de André Breton en París. Según Buñuel, «mi encuentro con el grupo fue esencial y decisivo para el resto de mi vida».

Son los tiempos de Un chien andalou, su película de 1929, a cuyo estreno en París acudió el grupo surrealista al completo (André Breton, Max Ernst, Paul Éluard, Tristan Tzara, René Char, Pierr Unik, Tanguy, Jean Arp, Maxime Alexandre, Magritte). Junto a ellos también estuvieron los artistas más célebres de la época: Picasso, Le Corbusier, Cocteau,... Todo un acontecimiento. Por cierto, cuenta Buñuel que el día del estreno de esa película llevaba los bolsillos llenos de piedras para tirárselas al público si la película resultaba un fracaso. Un detalle revelador de la nueva manera de sentir y de pensar de los surrealistas, amantes siempre del escándalo.

El grupo surrealista, entre interminables tertulias y abundantes tragos, buscaba la revolución en todos los órdenes de la vida, no solo en el artístico. Así nos lo cuenta el cineasta aragonés en este pasaje de su libro de memorias, donde relata alguna anécdota del grupo surrealista francés y nos muestra la visión política y moral de este movimiento (en negrita resalto algunas de las opiniones más clarividentes de Buñuel sobre estos asuntos).

«Mi entrada en el grupo surrealista se produjo como algo sencillo y natural. Fui admitido a las reuniones que se celebraban diariamente en «Cyrano» y, alguna que otra vez, en casa de Breton, en el 42 de la rue Fontaine.
El «Cyrano» era un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos. Llegábamos, generalmente, entre cinco y seis de la tarde. Las bebidas consistían en «Pernod», mandarín-curaçao y picón-cerveza (con una gota de granadina). Esta última era la bebida favorita del pintor Tanguy. Bebía un vaso y luego  otro.  Al   tercero,   tenía  que   taparse     la   nariz  con  dos  dedos. 
Buñuel retratado 
por Dalí (1924)
Aquello se parecía a una peña española. Se leía, se discutía tal o cual artículo, se hablaba de la revista, de un testimonio que había que dar, de una carta que había que escribir, de una manifestación. Cada cual exponía su idea y daba su opinión. Cuando la conversación debía girar en torno de un tema concreto y más confidencial, la reunión se celebraba en el estudio de Breton, que quedaba muy cerca. 
Cuando yo llegaba de los últimos, no daba la mano más que a los que estaban cerca de donde yo iba a sentarme y me limitaba a saludar con un ademán a André Breton si estaba lejos de mí. Un día preguntó a otro miembro del grupo: «¿Es que Buñuel tiene algo contra mí?» Le respondieron que yo no tenía nada contra él, pero que detestaba la costumbre francesa de dar la mano a todo el mundo en todo momento (costumbre que después prohibiría en el plató de Esto se llama la aurora).
Al igual que todos los miembros del grupo, yo me sentía atraído por una cierta idea de la revolución. Los surrealistas, que no se consideraban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista, vieron durante mucho tiempo en el escándalo el revelador potente, capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había que derribar. Algunos no tardaron en apartarsede esta línea de acción para pasar a la política propiamente dicha y, principalmente, al único movimiento que entonces nos parecía digno de ser llamado revolucionario: el movimiento comunista. Ello daba lugar a discusiones, escisiones y querellas incesantes. Sin embargo, el verdadero objetivo del surrealismo no era el de crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de hacer estallar la sociedad, cambiar la vida. 
La mayoría de aquellos revolucionarios -al igual que los señoritos que yo frecuentaba en Madrid- eran de buena familia. Burgueses que se rebelaban contra la burguesía. Éste era mi caso. A ello se sumaba en mí cierto instinto negativo, destructor que siempre he sentido con más fuerza que toda tendencia creadora. Por ejemplo, siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital. 
 Pero lo que más me fascinaba de nuestras discusiones del «Cyrano» era la fuerza del aspecto moral. Por primera vez en mi vida, había encontrado una moral coherente y estricta, sin una falla. Por supuesto, aquella moral surrealista, agresiva y clarividente solía ser contraria a la moral corriente, que nos parecía abominable, pues nosotros rechazábamos en bloque los valores convencionales. Nuestra moral se apoyaba en otros criterios, exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas. Pero, dentro de este ámbito nuevo cuyos reflejos se ensanchaban día tras día, todos nuestros gestos, nuestros reflejos y pensamientos nos parecían      justificados, sin posible sombra de duda. Todo se sostenía en pie. Nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra. 
Añadiré -Dalí me lo hizo observar- que los surrealistas eran guapos. Belleza luminosa y leonada la de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil la de Aragon. Éluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás: un grupo ardoroso, gallardo, inolvidable.»

 
[Más información en esta otra entrada del blog].


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